Escrito por Jose María Fernández-Velilla.
Salía de la administración de lotería con mi décimo en el bolsillo, cuando de repente me abordó el calvo de navidad para decirme que había comprado el cupón mágico. Y para mayor perplejidad, me ofrece la posibilidad de cambiarlo por aquello que más ansíe, sin límite alguno, aunque eso sí, me advierte que con esta crisis, solo me puede ofrecer un deseo que tendré que decidir en cinco minutos.
Como todos habréis adivinado, lo primero que pensé fue en la salud, pero cuando estaba a punto de manifestarme, reflexioné y me dije: Si le pido una ingente cantidad de dinero, podré comprar los mejores hospitales y tener a mi servicio a los especialistas más prestigiosos, por lo que mi salud estará garantizada y además, tendré al alcance de mi bolsillo todos los bienes terrenales que desee.
A punto de decidirme, se me pasó por la cabeza pedirle poder infinito, en ese afán idealista de salvar al mundo, eliminando la pobreza, la desigualdad, el hambre, las guerras…, pero no me vi capaz de saber manejarlo de forma adecuada y además, con el dinero, siempre podría colaborar en conseguir un mundo más justo y solidario.
Mientras pensaba en la cifra a pedir, el deseo del amor rondó por mi mente y aunque no sé muy bien como expresarlo, la idea romántica de amar sin límites siempre me ha resultado muy atractiva, si bien una vez más reconsideré mi postura entendiendo que con dinero es mucho más sencillo amar todo lo que te rodea.
En los instantes siguientes seguí cayendo en tentaciones tan sugerentes como la honradez, la humildad, el conocimiento, la bondad, la fuerza, la solidaridad, la determinación y un sinfín de cualidades de las que me gustaría andar sobrado, aunque cuanto más lo sopesaba, más me convencía de que con dinero todo se podía conseguir.
El tiempo se me agotaba, el calvo me apremiaba y la excitación iba en aumento, mientras intentaba serenarme para tomar una decisión de la que nunca pudiera arrepentirme.
Al fin y al cabo, me consideraba una persona afortunada, vivía bien, no me faltaba de nada, gozaba de buena salud, tenía una familia encantadora, un trabajo sugerente y un espíritu aceptable.
Y aunque también lo pensé, tampoco se trataba a mi edad de aspirar a ser un Cristiano Ronaldo, un Nadal, un Alonso, un Gasol, o un Morante, un Castella, un José Tomás o un Diego Urdiales.
Llegó el momento y toda mi angustia se transformó de repente en una sensación muy placentera, serena y totalmente lúcida. Le pedí al calvo veinte euros y le entregué mi cupón mágico. Entré de nuevo en la administración y compré otro número. Cuando salí, el calvo había desaparecido. Metí el décimo en mi bolsillo con la esperanza de que resultara premiado. Una absurda sonrisa se dibujó en mi rostro.
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